Llegué
en el horario justo del comienzo del evento. Es una reunión de lectura, algo que
se puede hacer si no tenés nada que hacer. Me gustan este tipo de reuniones por
la posibilidad que se me brinda de leer algo que escribí para, de esta forma,
evaluar cómo funciona, cómo lo reciben otros, cómo se suceden las palabras y,
en resumen, qué debo corregir. De no ser por este impulso de egoísmo puro,
jamás me encontraría en el rol pasivo de espectador.
Como
en toda manifestación creativa sumida en el amateurismo, priman los sujetos que
funcionan como peajes de la expresión artística. Me explico, son aquellos que
manifiestan más arte en sí mismos y en sus actitudes que en la creación en sí.
Gente en un pedestal auto fabricado, esnob, con más geta que recetas. Por suerte, vienen un par de amigos que escriben
cosas verdaderamente buenas y no se acercan ni a años luz de este tipo de
personajes.
Espero
un rato largo luego de tocar el timbre, hasta que siento ruido detrás de la
puerta y una llave que entra y acciona el mecanismo. No conozco al que me
recibe. Como ya asistí un par de veces a este evento conozco el lugar y me
dirijo solo al lugar donde se debe estar celebrando la reunión. Entro y hago un
saludo general. Son gente de dar besos y abrazos aunque no te conozcan. A mi
entender, hay algunos que sienten demasiado y deberían dejarnos en paz a los
que no lo hacemos. Reconozco algunas caras de los eventos anteriores pero no
recuerdo ni un solo nombre. Luego de terminar el secundario me resultó
innecesario volver a recordar los nombres de todos los que me cruzo en la vida.
Busco con la mirada pero no encuentro a mis amigos. Esto va a ser largo.
De
la cocina sale la anfitriona y me saluda. Es a la única que saludo en
particular y por su nombre, Agustina. Rubia rubiecita con ayuda de la tintura,
baja, tetas medium, culo large. Me calienta normal. Me pone un vaso de cerveza
en la mano y a cambio le entrego un billete de cien. Me dice que es mucho, pero
prefiero pagar mucho y que no me rompan las pelotas, a estar una hora, entre
desconocidos, intercambiando billetes pequeños una y otra vez porque nadie
quiere desprenderse de dos pesos más. Por eso y porque compro mi derecho a
canilla libre sin derecho a réplica.
No
quiero compartir asiento con nadie, así que agarro una silla y me siento un
tanto fuera del círculo. Al lado mío, a la izquierda, sentada sobre un taburete,
está una piba que conozco de las otras reuniones. Viene cargada de caderas y
sonrisas. La vez anterior me miró toda la noche, pero cuando le fui a hablar me
dio vuelta la cara en un gesto de suma descortesía. Creo que se llama Romina,
creo. Hacia el otro lado, a la derecha, hay un sillón con tres personas, dos
chicas y un pibe. El pibe en el extremo opuesto del lado en el que me encuentro
yo. A las chicas no las conozco. Parecen ser compañeras de trabajo de la
anfitriona por lo que escucho que mantienen como tema de conversación. El flaco
tiene el pelo corto, rasgos suaves, ojos claros y la ropa muy limpia y algo
gastada, del gastado de fábrica, no por uso. Luego dice que una de las chicas,
Sofía, le había dicho del evento. No se conocían en persona sino a través de
red social. Ahí me cierra todo, vino a ponerla. Pero no a su contacto
cibernético, sino a alguna hippie chic que pudiese seducir con su aire de pibe
descontracturado que va a reuniones de gente que no conoce. Buena suerte, nunca
se me ocurrió. A Sofía no se la coge ni en pedo porque Sofía es una feminista
de las que te queman el bocho. No es mujer, es todas las mujeres juntas, según
ella entiende, y las desgracias de la humanidad sólo de basan en la horrible
conducta de los hombres para con las mujeres. La caderona me contó que cayó en
este vórtice de proselitismo berreta cuando el novio la dejó por otra. De lo
que no se puede escapar en esta vida es de la muerte y de alguna diatriba
infumable de Sofía sobre el patriarcado. La detesto normal. Sofía está sentada
al lado del Carli, un tipo consumido, con algunos dientes menos, pero, detrás
de mis amigos ausentes, lo mejor del lugar. El Carli parecer perseguir un fin opuesto al que persigo yo en ese tipo de situaciones. Él
disfruta escuchando los textos ajenos y se sumerge en un océano de sentimientos
mientras otro lee. Le gusta todo y siente demasiado, pero al Carli lo banco
porque es sincero en el sentimiento. Del otro lado de la mesa ratona, en frente
mío, hay un pibe que parece que el vino ya lo noqueó. O el faso. Es el que me abrió la puerta. Las compañeras
de laburo de Agustina lo tratan con demasiada familiaridad, Agustina también.
Deben ser todos compañeros de trabajo. Una de las chicas le dice que agarre la
guitarra, que cante, que toca bien y que tiene linda voz, que dale. Por favor,
no lo hagas. Siempre hay una guitarra, un boludo que sabe tocarla y un tema mega
bajón de Spinetta en el repertorio que pulveriza el ánimo apenas existente. El
pibe dice que no y yo tomo un trago largo para celebrar la negativa.
Agustina
intenta marcar el ritmo de la reunión pero todos parecen más interesados en
hacer otra cosa. Mientras la guitarra no suene puedo quedarme en silencio hasta
el amanecer y llamarme contento. Caderas cede ante la insistencia y anuncia que
va a comenzar a leer. Se incorpora del taburete y va a buscar algo a una pila
de cuadernos que se encuentra en una esquina de la habitación. Extrae un
pequeño anotador, busca algo, la anfitriona hace callar a todo el mundo y noestoysegurosisellamaRomina comienza a
leer. Es un texto sobre corazones rotos, en una perspectiva de abismo
insondable sobre las relaciones de pareja. Esta mina no se separa, se ultraja
con sentimientos. Me deprime normal. Mientras tomo un trago miro alrededor a
ver cómo reaccionan los demás. Agustina
mantiene una sonrisa a medias, de dulzura y comprensión de amiga que conoce la
historia y sabe que las cosa no fue ni en pedo para tomársela así. El Carli
siente a morir. Sofía tiene fuego en los ojos, el odio al género masculino le
va a generar una úlcera, pobrecita. El todavía no comprobado guitarrero distribuye
su atención en todas las cosas que lo rodean, excepto en quien lee. Los demás,
sencillamente, están en cualquiera. TalvezRomina
termina y los demás aplauden con una tibiesa que me incomoda al punto de tener
que cambiar de posición en mi asiento. Agustina nos mira a todos, buscando
comenzar algún debate o análisis de lo recién escuchado. Sofía espera a que
alguien hable para decir que los hombres son todos unos hijos de mil putas pero
nadie le da cabida. Nadie dice nada, de hecho, y el ambiente se torna un tanto
incómodo por unos segundos. Al ver que nadie abre la boca, Agustina ofrece ser
la siguiente lectora. Aprovecho el recambio y me voy a buscar algo para tomar. Abro
la heladera y encuentro una porción de tarta de choclo que tiene una pinta
bárbara. No cené y el alcohol va a hacer desastres si no ingreso urgentemente
algo sólido a mi organismo. Le doy una mordida brutal a la porción que me llena
la boca y me complica masticar. Trago como puedo, asombrado de mi propia
bestialidad, mientras recapacito en el hecho de que dejar una mordida así es una
burrada, por lo que busco un cuchillo y corto parejo. También es obvio, debería
comerme toda la porción, pienso, pero si me pongo a comer todo voy a tardar mucho
en volver y va a ser evidente que fui yo. Además, podría entrar alguien y pescarme
in fraganti. Ya fue, rápido y a lo bruto desaparece la porción en un par de
dentelladas. Bajoneo normal.
Agustina
está leyendo cuando reaparezco. Me mira por sobre su hoja de papel con cierta
furia, como si perderme el principio me impidiese poder comprender tan maravillosa
creación. Es más, es casi el mismo texto que el anterior, la misma visión
oscura del amor. No termina más. Me rompe las bolas normal. Cuando termina hay
aplauso tibio y me increpa a que sea el siguiente. Se saltea la parte del
análisis en busca de venganza por mi llegada tarde. Ya tengo suficiente alcohol
en sangre para enfrentar el ridículo, así que no me importa. Comienzo a leer.
Leo mal, en parte por el alcohol y en parte porque leo mal. Levanto la mirada
en un momento en el que el texto relata una gracia del personaje, nadie ríe. Es
una historia sobre un hombre que deja a su mujer para casarse con una botella
de whisky. Es una boludez, pero está bien, es graciosa. Cuando termino, no soy
merecedor ni del aplauso tibio. No solo no causó gracia, sino que, por el
contrario, hay un rechazo generalizado hacia el texto y su creador. Agustina
trata de ser amable y apaciguar, pero una de sus compañeras de trabajo me dice
que le robo a Bukowski. Cuando le pregunto por qué, me responde que por hablar
tanto del alcohol. No le voy a responder que quedarse con el recurso del
alcohol es no comprender lo que hay detrás, lo que hace que sus textos valgan
la pena. Hay cerebritos que sólo entienden sus propias metáforas. Acepto y digo
que sí, porque Huxley me queda lejos y el chino de abajo me vende Bukowski con
recargo por el frío. Es verdad, pero es más divertida la derrota cuando se
manifiesta con altanería y sin resignación.
Comienzan
a debatir entre ellos sobre creación, originalidad y no sé qué otras cosas más,
porque me paro y me voy al baño. No me interesa normal. Detrás mío viene Sofía,
enfurecida, que me dice que soy un cerdo machista que degrada a las mujeres en
sus textos y que debería darme vergüenza y recién ahí me doy cuenta que tiene
un escote fenomenal y que el hecho de mencionarlo es robarle a Bukowski. Me río
fuerte y la mina estalla en cólera. Trato de darle un beso, pero retrocede
asqueada, me da un empujón, me dice algo del patriarcado y se mete en el baño.
Vuelvo para encontrarme al pibe ido con la guitarra en la mano, cantando un
tema de Soda. Mamita, es momento de huir. Nadie quiere ir a abrirme, hasta que
el Carli cede. En camino a la salida me dice que mi texto le encantó, que lo
entendió y me hace un análisis pormenorizado. No lo entendió, ni en pedo, pero
la culpa es mía. Saludo al Carli y antes de que se cierre la puerta, escuchó el
grito de Agustina, sacada, preguntando quién se comió la tarta. Me prendo un
pucho y me rio. Me divierto normal.