El fumigador

Es un mediodía de miércoles como cualquier otro en la Capital Federal. La mitad exacta de la semana. Un día con menos sentimientos que un mediático. La gente anda apurada y se choca entre sí, siempre mirando sus celulares mientras caminan, cruzan las calles, comen. Hacia arriba los edificios bloquean la tan necesaria luz de sol que ayuda a combatir el frío invernal. Publicidades, hasta donde da la vista, dicen que no ser rico es una mierda. Ser pobre ni se considera. No ser rico ya es suficiente castigo. Con razón andan todos apurados.
Juan, no. No quiere ser parte de este circo. No por rebeldía sino por necesidad eligió un trabajo que le dé algo de metálico para sobrevivir y, a la vez, mantener al mínimo el contacto con otros seres humanos.
Juan es fumigador. Fumiga cocinas de restaurantes. Prefiere eso antes que estar encerrado en un cubículo de oficina, con un taladro de estrés pegado al oído, consumiendo píldoras que eviten hacerlo llegar al punto de reventarle una silla en la espalda a alguien.
El trabajo es fácil. El tóxico sobre la espalda para el exterminio de las alimañas, entrar por la puerta de atrás sin saludar a nadie, a lo sumo algún gesto de cabeza que indique su presencia en el lugar, rociar el tóxico, salir y fumarse un pucho ("puchazo", como le dice él) antes de pasar a la siguiente cocina.
Sus favoritas son las cocinas de los elegantes restaurantes de Puerto Madero. Allí, las cucarachas, ratas y demás pestes se encuetran en mayor cantidad. Le gusta ver que esas cocinas se diferencian en muy poco a las de cualquier comedero de cuarta, sólo que allí la gente paga sumas exhorbitantes por un plato de comida putrefacta e infla su ego con el hecho de demostrar que puede comer ahí. A Juan lo divierte la ironía del asunto.
Pero en este miércoles común, algo fuera de lo común le sucedió. Mientras rociaba el tóxico por la cocina se encontró con una enorme rata negra. La reacción normal hubiese sido apuntar su manguera hacia ella y bañarla en veneno, pero no. Hubo un contacto, una mirada. Los dos se quedaron fijos mirándose mutuamente a los ojos. En un movimiento, la rata se incorporó sobre sus pequeñas patas traseras e hizo algo que dejó helado a Juan.

Hola —dijo la gran rata negra.

Ey —pudo responder con torpeza Juan.

Juan miró alrededor a ver si alguién más estaba presenciando la escena. La cocina estaba desierta.

No te preocupes, no hay nadie. Hay poco moviemiento y los cocineros aprovechan esto para irse a fumar faso al cuartito de atrás —dijo la rata, en un tono de voz parecido al del fumigador.

Estoy delirando —dijo Juan mientras miraba para todos lados esperando encontrar no sabía qué cosa.

No, esto está pasando —le respondió la rata—. Quedate tranquilo que sos la primer persona con la que hablo. Te elegí a vos, no me preguntes por qué. Tal vez porque desde hace tiempo te vengo observando y veo algo extraño en tu mirada, algo distinto.

Me jodí la cabeza con estos químicos de mierda. O me volví loco. Eso, al fin sucedió. Sabía que esta mierda me iba a llegar en algún momento —dijo Juan, hablándose a sí mismo.

Puede ser un poco de esto y un poco de aquello, pero esto, esto está pasando, sin lugar a dudas. Tranquilizate.

Juan se sacó la mochila con los químicos, la dejó en el piso y se apoyó sobre el horno pizzero del lugar.

Como te decía, te vengo observando desde hace tiempo. Elegí hablar con vos porque considero que sos uno de los nuestros —dijo la rata, calmadamente.

¿Estás diciendo que soy una rata? —respondió el fumigador.

Lo estás diciendo de modo peyorativo. Me siento un poco ofendido pero no hay drama, te entiendo. Sos parte de la especie que se auto considera la más evolucionada del planeta, por lo que todas las demás son inferiores en comparación —continuó diciendo la rata negra sin perder su aire de tranquilidad—. Lo que quiero decir es que sos uno de los nuestros por tu forma de relacionarte con los demás. Buscás ir por debajo, ser invisible, asomar la cabeza a este asqueroso mundo lo mínimo e indispensable como para sobrevivir. No quiero extenderme mucho ni entrar en cuestiones filosóficas, no es el momento ni el lugar. Pero quiero que te quede en claro que te admiro, que lo tuyo es evolución.

¿Evolución? Decile eso a mi autoestima —respondió Juan.

Si, evolución. Pensalo. Nosotros sobrevivimos desde hace miles de años. Hasta nos hemos dado el lujo de eliminar la mitad de su especie en un momento de la historia —dijo la rata con orgullo—. En cambio, ustedes, perdieron el rumbo y comenzaron a creer que la comodidad y la auto indulgencia eran el camino a seguir. Pasan sus días haciendo alarde de sus logros, estirando el cuello lo más alto que pueden. Pero si estirás mucho el cuello te arriesgás a que alguien lo detecte y te corte la cabeza, y eso no me suena ni a muy inteligente ni a muy evolucionado.

Suena una puerta del fondo, la puerta del cuartito de atrás. Ambos miran en la misma dirección.

Ahí vienen los demás, me tengo que ir. Seguí así. Ni bien tengas oportunidad, intentá propagar el mensaje —dijo la rata antes de escabullirse por un pequeño hueco en la pared.

­—¿Y? ¿Qué onda? — le dice a Juan uno de los cocineros que acaba de entrar.

Todo listo, capo— respondió, como si nada extraño hubiese sucedido.

­—Joya— le dijo el cocinero, guiñándole uno de sus enrojecidos ojos, mientras de disponía a preparar un plato que luego se cobraría en dólares.

Juan agarró sus cosas y salió por la puerta de atrás, como siempre. Caminó hasta Plaza de Mayo y se sentó bajo el monumento a Belgrano, del lado de la sombra.
Se quedó allí, mirando a la gente atropellarse unos contra otros como imbéciles, siempre con sus celulares en sus manos.
Es el momento.
Puchazo.



Dedicado a JUAN. Escritor, bebedor, fumador, amigo.

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