Primera parte
¿Qué estoy haciendo?
Por
sobre las membranas de los edificios más bajos el calor distorsiona el paisaje
y el aire asume el papel de enemigo. Este domingo estival descarga toda su
furia sobre la espalda de Tomás, quien se encuentra encorvado frente a la
computadora, solo y a oscuras. Una gruesa gota de sudor se desprende y rueda
por su espalda grasosa hasta ser absorbida por el elástico del calzoncillo. Su
único aliado contra este clima es un pequeño ventilador de pie que lo único que
hace es revolver el aire caliente. Cada veinte segundos hace un ruido, como si
un engranaje seco rozara con otro. En medio del silencio comienza a volverse
una tortura.
De
haber hecho lo que se supone era lo correcto no estaría en esta situación. Supone
que estaría más cómodo, menos preocupado por algo tan insignificante como lo es
no poder encontrar las palabras adecuadas para describir algo. Se acerca la
fecha de entrega y lo único que tiene es la idea de un título a modificar. El
cursor titila amenazante en el monitor de su computadora. Lo que los demás
esperaban de mí, piensa. La tragedia de comenzar a tomar decisiones.
En
un momento de su vida escribir parecía idílico, sobre todo al momento de
renunciar a un trabajo estable para poder medir libremente la vara de su
capacidad. Grueso error, piensa, a la mierda con los sacrificios, que quién me
manda. En su biblioteca sólo hay buenos ejemplos, cómo podía fallar. Grandes
historias que comienzan en la nada misma, como en la hoja en blanco que se
encuentra ante él.
Son
los nombres. Las historias que lo acompañaron toda su vida se encuentran repletas
de nombres emocionantes. Pero para escribir "algo de acá", como le
dijo su editor, hay que hacer que la gente encuentre una relación entre su
existencia y la lectura que se le presenta. No sabe qué historia interesante
cuenta entre sus líneas con algún Marcelo, un tal Pedro, Agustín, que mal, che.
Y siempre con el barrio. Que masturbatoria resulta la idea del barrio en la
prosa argenta.
Se
acomoda en la silla. Su calzoncillo está empapado y pegado al cuero sintético
del sillón. Piensa que tiene que escribir algo sobre el barrio, pero cuál de
todos y para qué, si al final todo se resume en un relato que bordea la mística
futbolera y tanguera. Si hablás del porteño tenés que hablar de eso, porque esa
es su historia, su ADN, el codeo con los grasas que en vivo odian y esquivan, pero
sobre los cuales les encanta leer y empatizar y porque, seamos sinceros, nada
sucede en Belgrano o Recoleta.
Puedo
escribir sobre La Boca. Fútbol y tango. Mística pura. Como cuando caminás a las
tres de la mañana entre la bruma que brota del riachuelo, volviendo la muerte
algo palpable y próximo. Bohemia new age
y turismo feroz. Mejor no. Mejor, Boedo. Carnaval y una cancha que no es más. Y
tango, cierto, ahí también hay tango. A la gente le gusta decir
"Boedo". O Caballito, hogar del medio pelo que hizo dinero, pibes con
mucho gel, remeras escote en V, autos con escape libre. Y Once es un horror.
Congreso, también. Monte Castro, quién te conoce. Flores y Floresta, las
mellizas espanto.
El
cursor titila.
Marcelo ataja. Cancha de cinco debajo de
la autopista a las cuatro de la tarde. Hay gente que se odia a sí misma y busca
hacer sufrir a los demás. Porque jugar al fútbol a esta hora y con este calor
sólo puede ser idea de un sádico hijo de re mil putas. Y yo, el campeón de los
boludos, dije que sí, porque hay que jugar al fútbol. Varón que no juega, varón
ostraciado. Podría estar tomando una cerveza helada en el sillón de mi casa, en
calzones, metiéndome la mano en mis sudados huevos para luego sacarla y
acercarla a mi nariz para sentir el olor. Pero no, acá estoy, deshaciéndome en este
pequeño infierno húmedo con césped sintético. ¿Y estos que corren tanto y están
tan contentos? Cuánta pasión por esta boludez. Mirá como se pelean. Hay un
boludo con la remera del Chelsea que no para de pegar. ¿Por qué mierda tiene el
pelo mojado y peinado? Lo vi cabecear tres pelotas, por lo menos, y sigue con
el pelo impecable. Mirá al boludo del Chelsea cómo se tira, que campeón, dale,parate.
Tengo que conseguirme amigos con pileta y sin pasión. Basta de pasión. Es la
mejor excusa para justificar un comportamiento que, de no ser replicado por un montón de gente al mismo tiempo y en el mismo lugar, sería
considerado una verdadera idiotez. Gol. El boludo del Chelsea me lo grita en la
cara. A los de mi equipo les brilla el odio en los ojos. Odio hacia mí por no
estar a la altura de las circunstancias. Ya no tolero esta basura. La primera
piña que vuela es mía y aterriza en la mandíbula del boludo del Chelsea. Ahora sí la estoy
pasando bien.
Segunda parte
¿Estoy haciendo comedia?
Lee
el texto una y otra vez. Mueve oraciones de un lado a otro, quita puntos, quita
comas, los cambia de lugar, los devuelve a su lugar original. Selecciona el bloque
de texto pero no lo borra; lo guarda con el título "Sin título 1". Se
queda pensando, mirando fijo el monitor y el cursor que titila. Se olvida de
pestañear hasta que sus resecos globos oculares lo obligan a hacerlo. Piensa en
estudiar algo, qué se yo, se dice a sí mismo, cualquier cosa que de guita.
Marketing es una buena carrera. Administración de empresas, también. O, mejor
aún, ponerte a escribir el puto texto que tenés que escribir y dejarte de
pensar pelotudeces, dice en voz alta.
El
cursor titila. Se pega reiteradas veces en la cabeza con el puño derecho.
¡Basta!¡apagate!, grita mientras se golpea. Cuando la cabeza comienza a dolerle
se detiene.
El termómetro marca arriba de treinta y
seis y la promesa de un verano con la ciudad vacía parece no estar
cumpliéndose. La gente que camina por las veredas evita hacerlo del lado del
sol, aunque a esa hora el sol pegue de ambos lados. Entre el denso tráfico de
la avenida se mueve el colectivo de la línea 143 en el cual viaja Pedro. Es un
día complicado. La camisa pegada a la espalda por el sudor y la corbata al
cuello que le impide disfrutar con comodidad del poco aire que hay en el ambiente.
Viaja parado aunque hay lugar para sentarse, pero sabe que en las ventanas da
el sol y no se cree capaz de poder tolerarlo. El celular no para de vibrar en
su bolsillo derecho. Tiene dos llamadas perdidas de su jefa, siete de un
cliente molesto y cuatro de su novia. La noche anterior discutieron y no se
fueron a dormir en buenos términos. Y hoy a la mañana se quedó dormido y el
auto no arrancó. Repasa en su cabeza todo lo acontecido mientras aprieta fuerte
la baranda del colectivo de la cual se sostiene. El cuello de la camisa
comienza a oscurecerse en los bordes por el sudor. La corbata no da tregua.
Podría aflojarla. Lo considera pero no lo lleva a cabo. Presencia, ante todo,
le decía su madre cada mañana antes de ir al colegio. Presencia.
El colectivo para frente al Hospital Garrahan
y comienzan a abordarlo madres e hijos. Madres gruesas, de figuras moldeadas
por la marginalidad con niños dolientes en sus brazos. El martirio del pobre
también es estético, piensa. La crueldad del destino no se conforma con el
hambre y el sufrimiento por sí solos, sino que también añade la teatralidad del
grotesco. Y con lo desagradable que es la ciudad. Mirá este tumulto de impresentables,
así no vamos a ningún lado. La gente no quiere progresar. Hay olor. Hay olor,
que hijos de puta. Algo me está rozando el pantalón. Presencia, decía mamá.
Pre-sen-cia, me decía y me daba un beso en la frente. Todas las mañanas.
La repentina sensación de entumecimiento
en sus manos hace que se percate cuán fuerte se encuentra agarrando la baranda.
Le falta el aire pero no afloja el nudo de la corbata. Siente las gotas que se
desprenden de su axila y caen por el espacio libre entre su camisa y su piel
hasta llegar a la cintura. La baranda parece ceder bajo la presión de sus
manos. Cuando el colectivo llega a Plaza Constitución, Pedro lee un cartel gigante que dice "Paseo de
Compras".¡Dulce oasis de capitalismo civilizador
en esta barbarie de horror desenfrenado!, grita al arrancarse la camisa. El
chofer frena el colectivo y abre las puertas. Me toca uno cada semana, le
comenta el chofer a la pasajera en el asiento frontal. Pedro baja corriendo con
la ropa destrozada flameando desde ambos lados de su cuerpo hasta perderse entre la muchedumbre que hay bajo una gran "M" dorada.
Tercera parte
¿Esto es comedia?
No
sé qué es lo que esperan de mí, piensa. Todo el mundo espera algo de todo y de
todos, le dirán dentro de un mes y eso hará que Tomás golpee al que se lo dijo.
Pero, ahora, se encuentra transpirado, enojado y confundido. El ventilador
continúa haciendo ese ruido molesto. Se sienten perder la poca cordura que le
queda. Se para del sillón de un salto y va hacia la ventana cerrada. Se queda
un rato largo viendo a través de las hendijas de la persiana cómo el calor
tuerce la forma del horizonte. El calor tuerce su horizonte de la misma forma
que él mismo lo hace con su vida y no puede evitar reírse de la analogía
estúpida que acaba de trazar. Cuando el ventilador hace ruido nuevamente Tomás
le pega una patada y lo manda a estrellarse contra la biblioteca. Algunos libros
caen y el aparato ya no arroja más aire caliente ni hace más ruido. Tomás se
sienta.
La cena se desarrolla con total
normalidad. La entrada ya pasó y ahora esperan la llegada del plato principal,
amenizando la charla con una copa de buen vino. En la mesa se encuentran
Agustín, sus padres y una pareja amiga de sus padres. Su padre es un acaudalado
empresario, su madre es la esposa del acaudalado empresario y la pareja amiga
repite el mismo esquema, aquél que él mismo deberá repetir en algunos años
cuando termine su carrera universitaria y pase a engrosar las filas de la
empresa de su padre hasta llegar a heredar su puesto. El restaurante es uno de
los más caros de Buenos Aires. Allí la gente va a tener actitudes como la que
tuvo su padre al devolver una botella de vino de más de mil quinientos pesos
sólo porque al probarlo concluyó que había estado demasiado estacionado, que no
era el sabor indicado para acompañar los platos por venir. Odiaba a su padre y
su padre lo odiaba a él. No había sido siempre así y, aunque tampoco se habían
querido realmente, lo que nunca habían hecho era manifestarse su desagrado
mutuo. Fue en su cumpleaños de dieciocho cuando sucedió por primera vez. En
medio de una discusión con su padre dejó entrever algo que venía ocultando: era
mucho más inteligente que él y mucho menos ambicioso. Su padre se sintió
doblemente vulnerado y respondió a esa situación con un golpe. Le pegó con el
puño cerrado en la cara. Fue una trompada hecha y derecha y con tanta furia que
tumbó a Agustín. Cuando Agustín se levantó, agarrándose la cara sonrió a su
padre y se fue. Cuando su madre vió la hinchazón en el rostro de su hijo, no
dijo nada. También odiaba a su madre. La consideraba la ausencia de ser, la
nada misma, alguien absorbido por su propia comodidad y bienestar, capaz de
sacrificar hasta su último gramo de dignidad con tal de no perder un ápice de
lujo. Comandada por el cavernario de su marido, podría perdonar hasta lo más
horrible con tal de no perder su viaje anual de shopping a París. Agustín agradecía
no tener hermanos porque eso hubiese significado sostener otro frente de
batalla.
Fue su madre quien lo trajo de vuelta de
sus recuerdos. Pásame la sal, querido, le dijo, a lo que él atinó a responder
empujando el salero con el dedo índice en su dirección. "Pásame", que
hija de mil putas. La mujer del amigo de su padre miró el gesto de Agustín para
con su madre con desagrado y se lo hizo saber con uno de esos gestos que tanto
odiaba, uno sutil. Todo es sutileza en este ambiente, con este status, pensó.
No existen ni la familia, ni la amistad, ni siquiera el odio. Todo se presume
pero no se manifiesta, se oculta tras capas y capas de hipocresía. En ese
ambiente creció y se desarrolló, pero de ninguna forma iba a morir en medio de
eso. Se paró, se disculpó con los presentes por su retirada argumentando que
iba a ser breve porque iba tomar un poco de aire. Una vez afuera comenzó a caminar.
Nunca se detuvo para volver. Caminó por la ciudad hasta perderse. Entró en el
bar de un barrio en el que nunca se imaginó que iba a estar, de esos que su
entorno consideraba el habitat del derrotado. Un lugar enorme con mesas
dispersas sin ningún tipo de diagrama, sucio, con una neblina constante de humo
de cigarrillo. Había un puñado de sujetos dispersos por todo el lugar, todos
hombres, solos y en silencio, encorvados sobre su trago, con los hombros
vencidos como si un gran peso invisible se posara sobre ellos. Se dirigió hacia
la barra, se acomodó en un taburete y pidió una cerveza y luego otra. Llevaba
dos horas allí y nadie había dicho una palabra más que las necesarias para que
el vaso que cada uno tenía delante se rellene. Cuando levantó la vista de su
trago vio su reflejo en el espejo detrás de la barra. Las botellas cubrían gran parte del mismo, aunque no lo suficiente como para que Agustín se diera
cuenta que su postura era la misma de quienes lo rodeaban, también su expresión.
Lejos de sorpenderse, bajó nuevamente la mirada a su trago, convencido de que
no existían el perdón ni la redención porque habíamos estado buscando a Dios en
el lugar equivocado.
Cuarta parte
Entonces, ¿cuál es el chiste?
Guarda
lo hecho en un nuevo archivo titulado "Sin título 2". Ya sin
ventilador, el aire comienza a enrarecerse por el encierro, húmedo y denso, por
lo que estira la mano y con los dedos en forma de tijera simula cortarlo. Uno
de los libros que cayeron de la biblioteca por el golpe reza en su tapa
"Historia del Peronismo". Tomás lo agarra y comienza a leer mientras
pasa las hojas arbitrariamente. Comienza a relajarse hasta que se topa con una
frase del General: "la única verdad es la realidad". No entiende bien
por qué, pero esa frase lo desencaja. Toma una lapicera del escritorio y la
tacha. Debajo escribe "la verdad depende del punto de vista que cada uno
tiene de la realidad, ególatra de mierda". Cierra el libro y lo vuelve a
poner en el lugar en el que se encontraba antes de caer.
De los días pasados sólo quedan buenos
recuerdos, en su mayoría, y alguna experiencia vergonzosa que vuelve a
atormentarme cuando no puedo dormir. Una infancia feliz, una adolescencia un
tanto confusa y, al final, una adultez opaca. Aunque criado por padres
amorosos, ellos nunca pudieron trascender el "deber ser" y vulneraron
mi personalidad mediante una educación estricta que, lejos de servir a un fin
concreto, sólo agrietó las bases sobre las cuales se construiría mi
sensibilidad. No puedo precisar con exactitud qué fue lo que se filtró por esas
grietas, lo que sí recuerdo es el momento de quiebre. Tal vez fue demasiado
temprano para poder comprender la magnitud del sentimiento. Fue a los
veintitrés años cuando perdí la esperanza por primera vez. En ese momento logré
auto convencerme de que con el mero paso del tiempo la experiencia remediaría
los males que la razón no podía. Entonces, a modo de inversión, el tiempo se
volvió la divisa de cambio para la experiencia. La veintena de mi vida dedicada
a la búsqueda de ese más allá de lo que mi realidad circundante ofrecía como
presente y futuro. La batalla fue larga y cruenta, construir y destruir una y
otra vez. Y lo intenté, que quede en claro. Abracé la libertad y me embebí de
radicalidad. Deprimente fue ver que, en realidad, no era más que una variación
ordinaria de las conductas y actitudes a las cuales me oponía. El molde estaba
ahí, más barato, menos pensado, pero molde al fin, la estúpida idea de que la
rebeldía es algo único y no un esquema prefabricado por quienes sostienen la
sartén por el mango. Así que me fui al otro lado. Entonces reprimí y me auto reprimí
y negué lo anteriormente vivido. No duré mucho; ese sí que era el lado
asqueroso de la vida. Desesperado, mis pensamientos comenzaron a volverse
tautológicos y el accionar consecuente a tales pensamientos una epidemia de
errores condenados a ser repetidos al infinito.
Lentamente se acercaron los días
decisivos, los que al inicio del camino había establecido como el supuesto fin
de la lucha. No contaba con que esos días serían días sin Dios ni amo y, en
algún retorcido y sarcástico juego del destino, también serían días sin sentido
del humor, donde se debería transitar en puntas de pie para no pisar la inflada
idiosincrasia ajena, las luchas se darían en la forma y no el fondo, y la
ideología sería un mero copy-paste.
Fue así que un día me desperté y no pude
tolerar la decepción de mi pasado, la llanura de mi presente y la incertidumbre
con la que se presentaba el futuro. Es en ese punto en el que los caminos se
bifurcan antes de llegar a abrazar el suicidio como única alternativa. Uno de
ellos requiere que, amargado y resentido, sin esperanza ni voluntad, levante
los puños contra la existencia misma y transite lo restante del camino con la
hostilidad más absoluta. El otro camino implica la total sumisión, aceptar que
uno, tal vez, no sea tan especial como creyó ser ni como le dijeron que lo era.
Comenzar a trepar el escalafón de la vida, cubriendo, hipócritamente, mi
complejo de inferioridad e inseguridad con cierta distancia respecto a todo y a
todos. Entonces, una vez muerto y dejando tras de mí un camino de desolación y
algunos herederos que perpetuarán lo peor de mi obra, obtendré la tan anhelada paz.
Soy el guacho pistola, el macho alfa de
los eunucos, el campeón de las boludas, rey de los idiotas. Brilla en mi repisa
el trofeo al primer puesto de intrascendentes de la existencia. Sostengo la
arena del destino entre mis manos. El talento, la inteligencia, la capacidad,
todo lo desperdiciado por perseguirme la cola como un perro neurótico será el
alimento de mis pesadillas hasta el fin de mis días. Agacho la cabeza y debo
aceptar que mi falta de coraje me llevó a dar el primer paso por el camino del
conformismo, transformándome en un pequeño burgués que pelea contra enemigos
invisibles, cómodo, satisfecho, con un puñado de falsas certezas y la
convicción de que lo correcto es mi verdad. Ese es el chiste.