Todos menos

Intento no beber porque cuando bebo tiendo a perder el control. Lo que sucede cuando me emborracho no es algo de lo que pueda sentirme orgulloso, pero sucede y es vital y necesario para mi sanidad mental que suceda. Me encanta hacerlo. Sé que alguien sale perjudicado, yo incluido, pero no importa, no me importa. Le hago caso al único y verdadero dios: el instinto. Si me ves de día no parezco una persona que sea capaz de hacer eso. Hago deporte, como sano, me acuesto temprano. Pero cuando bebo suelto los demonios que mantengo escondidos en pos de la normalidad.
Sentía la necesidad de hacerlo desde comienzos de la semana aunque por cuestiones prácticas no pude hacerlo. La necesidad se esparcía en forma de ansiedad a través de todo mi cuerpo. Cada vez que veía algo sobre ese tema en la televisión me excitaba, me revolvía en mí mismo y buscaba algún poder superior que me quitara de encima la necesidad de dar rienda a tan sucio pecado.
El fin de semana llegó y me encontró con las barreras bajas del control y el trago temprano, que luego se volvió nocturno, terminó por darle empuje al sentimiento. Me encontraba charlando con una de esas bellezas de oscuridad de bar. Ella sonreía con mis humoradas y anécdotas falsas. La charla era buena e iba todo bien, pero yo no podía más, iba a reventar si no lo hacía, así que lo hice. Era el momento. Sin dudarlo metí mi mano en el pantalón y lo saqué. Fue hermoso. Su rostro se unificó en una mueca de rechazo y me preguntó qué estaba haciendo, que no lo haga. Vamos, no es tan serio, le respondí. Repetía que nos iban a ver y yo, borracho de alcohol y adrenalina le decía que no mientras continuaba. Ella buscaba alejarse y yo cada vez más encima, por todos lados, me expandía en una nube aterciopelada. La buena suerte me abandonó y alguien que vio lo que estaba sucediendo dio aviso a la seguridad del lugar. Ni bien llegaron los dos gigantes de negro ella se largó a llorar. Astuta. Uno de ellos la llevó lejos de la situación mientras el otro buscaba imponerse físicamente sobre mí. Entre los manotazos miraba hacia donde estaba ella y le gritaba que era una careta, que deje de actuar, que dale, como si nunca lo hubieses hecho. El seguridad terminó por perder la paciencia y me asestó un hermoso golpe de puño en el rostro. Caí de culo al piso y ahí quedé, semi consciente, con un río de chocolate que brotaba de mi nariz. La gente comenzó a rodearme y, entre medio de insultos en mi contra, el seguridad me levantó y comenzó a arrastrarme hacia la salida. Te viene a buscar la policía, me dijo. Genial. Sólo quería ser como soy. Algunos me dirán boludo, otros enfermo, pero cómo explicarles lo que se siente cuando lo hacés, sobre todo cuando te dicen que no podés hacerlo, cuando la resistencia es lo que le da esa magia tan particular. Cuándo fue que la sociedad cambió tanto, me pregunto. Siempre me había salido con la mía, pero esta vez todo fue a mal. Volveré, siempre volveré. No importa lo que digan ni las veces que intenten detenerme. Siempre voy a volver a encender un pucho en un bar.

Doble mano

Cuando se habla de política se agrupan todos los movimientos y partidos en dos grandes categorías de acuerdo a su línea de pensamiento. Se consideran de "izquierda" aquellos que sostienen una ideología progresista, mientras que el conservadurismo es denominado como "derecha". Esta diferenciación tiene sus orígenes en la revolución francesa, en relación al lugar que ocupaban las distintas orientaciones doctrinarias en la asamblea nacional.
En nuestro país, y arriesgo a decir que en el mundo entero también, la izquierda no termina de encantar y la derecha siempre termina volviendo a ser opción. Raro, porque si hay algo monstruoso en nuestra historia es lo vinculado a la derecha. Entonces, uno se revuelve el pelo y se come las uñas de la ansiedad mientras se pregunta, ¿cómo mierda es que la derecha siempre vuelve a flote y logra poder político? Es que la derecha es pragmática. Odian cosas y no gastan una pizca de energía para ocultarlo. ¿Alguna vez hablaron con alguien de derecha? Te volvés loco de rabia al minuto. Te vuelven cómplice de los comentarios más horribles sin que puedas hacer nada para modificar su punto de vista. Deseas que no se reproduzcan. De hecho, te volvés religioso por un instante para invocar a una deidad suprema para pedirle por favor que desregule el funcionamiento de sus genitales y el de todos los que piensan parecido. En cambio, la izquierda siempre se encuentra persiguiéndose la cola como un perro neurótico. ¿Alguna vez hablaron con alguien de izquierda? Te da un toque de lástima. Te hablan de la revolución, ese término tan gastado, y de otros conceptos que nunca tuvieron asidero en la realidad. Siempre es una carrera para ver quien es un poco más progre, hasta un punto de alienación fenomenal.
Muchas veces uno no sabe de qué lado pararse, porque la opción centro es inexistente. O acaso me vas a decir que sos un progre conservador. Dale, eso es como chupar y soplar al mismo tiempo. Vos sos una buena persona, nadie puede hablar mal de uno mismo con la facilidad con la que lo hace de los otros, por eso siempre te vas a ubicar a la izquierda, es que es el lado más humano. No tengo por qué criticarte, claro que no, la derecha es un festival de espantos. Sé que conseguiste ese laburo de buena de fe que te permite redireccionar una suerte de diezmo hacia tu agrupación política, la cual apenas te permite dormir porque participar en la misma implica largas horas de debates inconducentes y marchas y contra marchas y movilizaciones contra todo y todos. Es que sos un buen tipo, no como yo que estoy sentado acá, juzgando. Querés un mundo más equitativo y te ensuciás las manos para conseguirlo, aunque por momentos te canses de dar brazadas en un océano de dulce de leche y sientas que tras todo ese esfuerzo el resultado es casi nulo. Dejaste de lado ese otro trabajo mucho mejor pago, pero que te restaba tiempo y, al final, terminabas laburando para quienes son parte del problema. No te das muchos lujos y ahora la vida te jodió bien jodido. Es que una vez quisiste darte ese gusto fuera de tu estatus social y te compraste un celular que hasta te destapa la birra por bluetooth. Ese mismo celular estuvo en tus manos por un par de meses hasta que lo sacaste en medio del tumulto de hora pico, volviendo a casa, y alguien decidió que lo quería más que vos, así que a punta de cuchillo te lo sacó. Tranqui, sólo te quedan dieciséis cuotas de un montón de guita. Y ahí estás, intentando no decir que "hay que matarlos a todos", pero relamiéndote en la idea de que le pase algo malo al que te lo robó, algo verdaderamente malo, como que pierda los dos brazos en un accidente horrible y que la mujer lo deje por tullido y se tenga que alimentar a través de un sorbete porque ya no tiene a nadie que le dé de comer en la boca. Te encanta esa idea porque hace que no se te reviente una venita del cuello y termines con un ACV por un puto celular. Es que hay que guardarse esas cosas para uno mismo, porque venís laburando fino con esa estudiante de sociología con el flequillo desigual, hija de un economista y una abogada, llena de guita mal pero que sabe bien de los males de la clase alta porque ella viene de ahí, aunque no renuncia a su prepaga ni al sobre que le pasan los viejos a principio de mes; que una vez hizo un viaje por el noroeste y flasheó amor por la pachamama y cada vez que va a tu casa te deja un olor inmundo a palo santo que te deja estornudando una semana seguida, porque eso ayuda a purificar los ambientes, purgarlos de las malas vibras; que anda en una bici vieja de la que cuelga un cartel que dice "un auto menos" y que adelante tiene un canasto donde lleva las cosas que compra cuando va hasta Villa Culo a la huerta orgánica y autogestionada para seguir su dieta vegana; que te dice que esto es culpa de la desigualdad social y te rastrea el origen de tu problema hasta la Campaña del Desierto, y sí, si abrís la boca, adiós chupada luego de diez birras tibias en un centro cultural. Lo sé, lo entiendo, vos querés un odio más directo y razonable. Dejalo salir, decilo, gritalo a los cuatro vientos. Creeme, esa chupada no iba a ser buena de todas formas.

D de DERROTA

No sé si alguna vez alguien leerá esto, aunque no pierdo la esperanza de que mi historia caiga en las manos correctas y se propague. Quiero que se sepa que aún existe la resistencia, que somos pocos pero perduraremos. De todas maneras, lo dudo, ellos llegaron para quedarse.
Siempre comparo lo sucedido con la calvicie: los pelos van cayendo de a uno, a lo largo de los años, hasta que un día, sin comprender cómo fue que sucedió, te das cuenta que estás pelado. Esto fue lo mismo. Recuerdo la primera señal. Como todas las cosas, uno no comprende hasta que le pasa a uno. Había tenido una mala semana. Parece que en esos últimos días el mundo se había puesto de acuerdo para hacerme la vida difícil. Nada grave, sólo días innecesariamente complicados. Por esto, al llegar el viernes, estaba con un humor de perros. En la noche del viernes me junté con la chica con la que estaba saliendo. Ahora que lo pienso, debería haberme dado cuenta del cambio en sus gestos ni bien comencé a hablar. Estábamos tomando una cerveza, sentados en el sillón, haciendo zapping sin detenernos en ningún canal. Me preguntó cómo había estado mi semana, por lo que mi reacción fue la esperada: responder. Cuando le conté que había tenido una semana de porquería y que habían puesto mal algunas cosas que habían sucedido, su primera respuesta fue un gesto de desagrado, el cual entendí iba dirigido hacia lo malo de mi historia, no hacia mí. De haber sabido que esa situación se estaba replicando en miles de hogares al mismo tiempo. Cuando terminé de contarle ella me dijo que no entendía. No entendía cómo podía estar de malhumor, cuando la vida es tan hermosa y todo se soluciona con amor. Sos demasiado raro y triste, me dijo. Pensé que era un chiste, así que me reí. "Cínico", me dijo como respuesta a mi risa. Ahí ya no entendí más. Le expliqué que no, que sólo habían sido días difíciles que me habían afectado y no me sentía, precisamente, en un pico de felicidad. Me dijo que no podía tolerar tanta oscuridad, se paró y se fue sin que pudiese hacer nada para detenerla. Obviamente, no volví a saber de ella.
Pasaron los meses y comencé a notar que algo andaba mal. Mis relaciones de pareja se iban a pique ante la primera ausencia de sonrisas. Nadie quiere estar con alguien negativo, me dijo una antes de dejarme. Otra me regaló libros de autoayuda. Con otra fui a un festival de abrazos en el Tigre, "para sentir la conexión con otros" me dijo. Basura neo hippie y placebos espirituales.
Hablando con un par de amigos, me di cuenta que era una tendencia que crecía. Comencé a preocuparme cuando fue noticia que en el mismísimo palacio de gobierno, el presidente había llevado a cabo una "limpieza espiritual". Al principio bromeé al respecto, pero a nadie le causó gracia, es más, recibieron la noticia con alegría, como un cambio necesario. Y ese fue el principio del fin.
La primera víctima fue el humor. Podría decirse que desapareció por completo en el lapso de un par de años. Lo que quedó fue su esqueleto, un concepto vacío. Se llamaba "comedia" a cosas que no eran ni remotamente graciosas. La estructura estaba, pero no había nada detrás de ella. Es más, arriesgo a decir que se había convertido en una forma socialmente aceptada de adicción. La gente comenzó a atender a esas veladas con el fin de generar una risa forzada que les permitiese mostrarse alegres ante los demás. No fue inesperado que en esos espectáculos se dieran las primeras purgas. Como todos sabemos, la vigilancia más efectiva no es la que ejerce el soberano directamente sobre sus súbditos, sino la que los súbditos ejercen entre ellos. Es por eso que digo que eran una forma socialmente aceptada de adicción. Allí iba la gente que no podía reír y que, por temor ante las crecientes desapariciones, forzaba su risa delante de los demás para que nadie sospechara. Recuerdo preguntarle sobre esto a una persona que vivía en la calle. Le pregunté si era feliz, a lo que respondió que no le faltaba nada. Luego le pregunté hace cuánto que no comía. Dos días me dijo. El pobre tipo estaba en los huesos, cubierto de mugre, con la desesperación pugnando por salir. Pero no, repitió que tenía todo lo que necesitaba, y cuando insistí que no, que ni siquiera tenía lo necesario para poder sobrevivir, me dijo que el amor era todo lo que necesitaba. Estaba por ceder, iba a hacerlo, pero una chica se detuvo cerca nuestro y comenzó a mirarnos fijamente. Como acto reflejo comenzamos a reírnos, el linyera y yo, hasta que la mujer siguió su camino. Cuando se iba pudimos ver, rápidamente, que en su muñeca tenía el tatuaje que distinguía a los que comenzamos a llamar Opti, un tatuaje de un símbolo de infinito que en una parte escribe la palabra love. Los Opti se volvieron reconocibles poco después de que comenzaron las prohibiciones de películas y la quema de libros bajo el lema "Todo estuvo, está y estará bien. Siempre". Los bautizamos así por "optimistas", ferreos adherentes al Movimiento por la Alegría, la Paz y la Felicidad en el Mundo.
Han pasado cinco años desde que pasé a la clandestinidad. No sé qué ha sido de mi familia ni amigos. Sobrevivo escabulléndome en medio de la noche para buscar comida.
Ya están sobre mí. Puedo oír su himno de batalla acercándose, Celebra la vida de Axel. Es cuestión de minutos, este es el fin. Pero no, no capitulo. ¡Antes muerto que contento!

Porca miseria

A lo largo de la historia han surgido innumerables escritores cuyas obras han pasado a engrosar la lista de clásicos. Si bien los límites establecidos por la academia para considerar una obra como un clásico han ido mutando, existe un consenso unánime en cuanto a cuáles son las mejores obras de la literatura mundial. Estadísticamente hablando, para leer cada uno de los libros que forman parte de esta lista, una persona promedio debe invertir poco más de la mitad de su vida para abarcar la totalidad de la misma. Se estima que en cien años esta lista crecerá hasta abarcar la totalidad de la vida del lector. Entre apellidos como Joyce, Huxley, Hemingway, Mann, Kafka y Dostoyevski, se encuentra el argentino Carlos Andrade. Su figura ha sido objeto de críticas y alabanzas por igual. Aunque ganador de incontables premios, entre los cuales se incluye el Nobel de Literatura, la vida entre sus pares fue un tormento. No fue el cuerpo de su obra el que produjo esta polarización en las opiniones, ya que, en general, pecaba de banal, plana y sin sentido. Lo que produjo el estallido en el mundo literario fue un pequeño pasaje de su libro La hora de las moscas:

Fue en aquella tarde de otoño, con el invierno casi sobre nuestras espaldas, que el destino quiso que nos encontráramos entre aquellas cuatro paredes, bajo ese techo tan alto que cada vez que me recostaba en el sillón a observarlo, sólo podía sentir el desapego de todo lo santo del alma humana. Sus labios húmedos por el deseo buscaban el contacto, pero la inexperiencia hacía que sus ojos observaran el techo. Tal vez ese fue el contacto más significativo que tuve con otra persona. Nuestros sentimientos, entrelazados en la lejanía, sin el frío del contacto de la piel desnuda.

Según los expertos, este pequeño párrafo esconde el resumen perfecto de la historia de la literatura. Obras como El Aleph o Rayuela quedaron al borde del olvido tras editarse la obra máxima de Andrade. Seguido del clamor del universo literario, el público arrasó librerías en pos de conseguir una copia y leer tan preciado párrafo. Las adaptaciones cinematográficas tampoco se hicieron esperar. 
Con el correr del tiempo los análisis de éste párrafo comenzaron a llenar sus propias estanterías. En un momento, un historiador y crítico literario dio a conocer su teoría sobre el horror detrás de la creación de Andrade. Al parecer, luego de una exhaustiva investigación que le llevó dos décadas, llegó a la conclusión de que ese párrafo representaba la relación que Andrade sostuvo con una menor de edad.La sociedad no tardó en hacerse eco y no fueron pocas las voces que comenzaron a alzarse en contra de Carlos Andrade. El alguna vez genio de la literatura pasó a ser la personificación de mal. Esto generó una división social nunca antes vista, pues las opiniones de ambos bandos eran enfervorizadas y se sostenían con la virulencia del radicalismo religioso más extremo que alguna vez se haya visto. Varios de los galardones que se le otorgaron al autor le fueron retirados, inclusive el Nobel, siendo la primera vez en la historia que la Academia Sueca daba marcha atrás en su decisión.
Los años pasaron y la obra de Andrade, así como su creador, estuvieron sujetos al amor y al odio, tanto popular como académico. Premios con su nombre eran otorgados, para luego ser retirados y vueltos a entregar. Esas noventa y nueve palabras cambiaron la historia y, aún así, nunca nadie en ningún lado preguntó ¿te gustó el libro?

La calor


Primera parte

¿Qué estoy haciendo?

Por sobre las membranas de los edificios más bajos el calor distorsiona el paisaje y el aire asume el papel de enemigo. Este domingo estival descarga toda su furia sobre la espalda de Tomás, quien se encuentra encorvado frente a la computadora, solo y a oscuras. Una gruesa gota de sudor se desprende y rueda por su espalda grasosa hasta ser absorbida por el elástico del calzoncillo. Su único aliado contra este clima es un pequeño ventilador de pie que lo único que hace es revolver el aire caliente. Cada veinte segundos hace un ruido, como si un engranaje seco rozara con otro. En medio del silencio comienza a volverse una tortura.
De haber hecho lo que se supone era lo correcto no estaría en esta situación. Supone que estaría más cómodo, menos preocupado por algo tan insignificante como lo es no poder encontrar las palabras adecuadas para describir algo. Se acerca la fecha de entrega y lo único que tiene es la idea de un título a modificar. El cursor titila amenazante en el monitor de su computadora. Lo que los demás esperaban de mí, piensa. La tragedia de comenzar a tomar decisiones.
En un momento de su vida escribir parecía idílico, sobre todo al momento de renunciar a un trabajo estable para poder medir libremente la vara de su capacidad. Grueso error, piensa, a la mierda con los sacrificios, que quién me manda. En su biblioteca sólo hay buenos ejemplos, cómo podía fallar. Grandes historias que comienzan en la nada misma, como en la hoja en blanco que se encuentra ante él.
Son los nombres. Las historias que lo acompañaron toda su vida se encuentran repletas de nombres emocionantes. Pero para escribir "algo de acá", como le dijo su editor, hay que hacer que la gente encuentre una relación entre su existencia y la lectura que se le presenta. No sabe qué historia interesante cuenta entre sus líneas con algún Marcelo, un tal Pedro, Agustín, que mal, che. Y siempre con el barrio. Que masturbatoria resulta la idea del barrio en la prosa argenta.
Se acomoda en la silla. Su calzoncillo está empapado y pegado al cuero sintético del sillón. Piensa que tiene que escribir algo sobre el barrio, pero cuál de todos y para qué, si al final todo se resume en un relato que bordea la mística futbolera y tanguera. Si hablás del porteño tenés que hablar de eso, porque esa es su historia, su ADN, el codeo con los grasas que en vivo odian y esquivan, pero sobre los cuales les encanta leer y empatizar y porque, seamos sinceros, nada sucede en Belgrano o Recoleta.
Puedo escribir sobre La Boca. Fútbol y tango. Mística pura. Como cuando caminás a las tres de la mañana entre la bruma que brota del riachuelo, volviendo la muerte algo palpable y próximo. Bohemia new age y turismo feroz. Mejor no. Mejor, Boedo. Carnaval y una cancha que no es más. Y tango, cierto, ahí también hay tango. A la gente le gusta decir "Boedo". O Caballito, hogar del medio pelo que hizo dinero, pibes con mucho gel, remeras escote en V, autos con escape libre. Y Once es un horror. Congreso, también. Monte Castro, quién te conoce. Flores y Floresta, las mellizas espanto.
El cursor titila.


Marcelo ataja. Cancha de cinco debajo de la autopista a las cuatro de la tarde. Hay gente que se odia a sí misma y busca hacer sufrir a los demás. Porque jugar al fútbol a esta hora y con este calor sólo puede ser idea de un sádico hijo de re mil putas. Y yo, el campeón de los boludos, dije que sí, porque hay que jugar al fútbol. Varón que no juega, varón ostraciado. Podría estar tomando una cerveza helada en el sillón de mi casa, en calzones, metiéndome la mano en mis sudados huevos para luego sacarla y acercarla a mi nariz para sentir el olor. Pero no, acá estoy, deshaciéndome en este pequeño infierno húmedo con césped sintético. ¿Y estos que corren tanto y están tan contentos? Cuánta pasión por esta boludez. Mirá como se pelean. Hay un boludo con la remera del Chelsea que no para de pegar. ¿Por qué mierda tiene el pelo mojado y peinado? Lo vi cabecear tres pelotas, por lo menos, y sigue con el pelo impecable. Mirá al boludo del Chelsea cómo se tira, que campeón, dale,parate. Tengo que conseguirme amigos con pileta y sin pasión. Basta de pasión. Es la mejor excusa para justificar un comportamiento que, de no ser replicado por un montón de gente al mismo tiempo y en el mismo lugar, sería considerado una verdadera idiotez. Gol. El boludo del Chelsea me lo grita en la cara. A los de mi equipo les brilla el odio en los ojos. Odio hacia mí por no estar a la altura de las circunstancias. Ya no tolero esta basura. La primera piña que vuela es mía y aterriza en la mandíbula del boludo del Chelsea. Ahora sí la estoy pasando bien.



Segunda parte

¿Estoy haciendo comedia?

Lee el texto una y otra vez. Mueve oraciones de un lado a otro, quita puntos, quita comas, los cambia de lugar, los devuelve a su lugar original. Selecciona el bloque de texto pero no lo borra; lo guarda con el título "Sin título 1". Se queda pensando, mirando fijo el monitor y el cursor que titila. Se olvida de pestañear hasta que sus resecos globos oculares lo obligan a hacerlo. Piensa en estudiar algo, qué se yo, se dice a sí mismo, cualquier cosa que de guita. Marketing es una buena carrera. Administración de empresas, también. O, mejor aún, ponerte a escribir el puto texto que tenés que escribir y dejarte de pensar pelotudeces, dice en voz alta.  
El cursor titila. Se pega reiteradas veces en la cabeza con el puño derecho. ¡Basta!¡apagate!, grita mientras se golpea. Cuando la cabeza comienza a dolerle se detiene.

El termómetro marca arriba de treinta y seis y la promesa de un verano con la ciudad vacía parece no estar cumpliéndose. La gente que camina por las veredas evita hacerlo del lado del sol, aunque a esa hora el sol pegue de ambos lados. Entre el denso tráfico de la avenida se mueve el colectivo de la línea 143 en el cual viaja Pedro. Es un día complicado. La camisa pegada a la espalda por el sudor y la corbata al cuello que le impide disfrutar con comodidad del poco aire que hay en el ambiente. Viaja parado aunque hay lugar para sentarse, pero sabe que en las ventanas da el sol y no se cree capaz de poder tolerarlo. El celular no para de vibrar en su bolsillo derecho. Tiene dos llamadas perdidas de su jefa, siete de un cliente molesto y cuatro de su novia. La noche anterior discutieron y no se fueron a dormir en buenos términos. Y hoy a la mañana se quedó dormido y el auto no arrancó. Repasa en su cabeza todo lo acontecido mientras aprieta fuerte la baranda del colectivo de la cual se sostiene. El cuello de la camisa comienza a oscurecerse en los bordes por el sudor. La corbata no da tregua. Podría aflojarla. Lo considera pero no lo lleva a cabo. Presencia, ante todo, le decía su madre cada mañana antes de ir al colegio. Presencia.
El colectivo para frente al Hospital Garrahan y comienzan a abordarlo madres e hijos. Madres gruesas, de figuras moldeadas por la marginalidad con niños dolientes en sus brazos. El martirio del pobre también es estético, piensa. La crueldad del destino no se conforma con el hambre y el sufrimiento por sí solos, sino que también añade la teatralidad del grotesco. Y con lo desagradable que es la ciudad. Mirá este tumulto de impresentables, así no vamos a ningún lado. La gente no quiere progresar. Hay olor. Hay olor, que hijos de puta. Algo me está rozando el pantalón. Presencia, decía mamá. Pre-sen-cia, me decía y me daba un beso en la frente. Todas las mañanas.
La repentina sensación de entumecimiento en sus manos hace que se percate cuán fuerte se encuentra agarrando la baranda. Le falta el aire pero no afloja el nudo de la corbata. Siente las gotas que se desprenden de su axila y caen por el espacio libre entre su camisa y su piel hasta llegar a la cintura. La baranda parece ceder bajo la presión de sus manos. Cuando el colectivo llega a Plaza Constitución, Pedro lee un cartel gigante que dice "Paseo de Compras".¡Dulce oasis de capitalismo civilizador en esta barbarie de horror desenfrenado!, grita al arrancarse la camisa. El chofer frena el colectivo y abre las puertas. Me toca uno cada semana, le comenta el chofer a la pasajera en el asiento frontal. Pedro baja corriendo con la ropa destrozada flameando desde ambos lados de su cuerpo hasta perderse entre la muchedumbre que hay bajo una gran "M" dorada.


Tercera parte

¿Esto es comedia?

No sé qué es lo que esperan de mí, piensa. Todo el mundo espera algo de todo y de todos, le dirán dentro de un mes y eso hará que Tomás golpee al que se lo dijo. Pero, ahora, se encuentra transpirado, enojado y confundido. El ventilador continúa haciendo ese ruido molesto. Se sienten perder la poca cordura que le queda. Se para del sillón de un salto y va hacia la ventana cerrada. Se queda un rato largo viendo a través de las hendijas de la persiana cómo el calor tuerce la forma del horizonte. El calor tuerce su horizonte de la misma forma que él mismo lo hace con su vida y no puede evitar reírse de la analogía estúpida que acaba de trazar. Cuando el ventilador hace ruido nuevamente Tomás le pega una patada y lo manda a estrellarse contra la biblioteca. Algunos libros caen y el aparato ya no arroja más aire caliente ni hace más ruido. Tomás se sienta.

La cena se desarrolla con total normalidad. La entrada ya pasó y ahora esperan la llegada del plato principal, amenizando la charla con una copa de buen vino. En la mesa se encuentran Agustín, sus padres y una pareja amiga de sus padres. Su padre es un acaudalado empresario, su madre es la esposa del acaudalado empresario y la pareja amiga repite el mismo esquema, aquél que él mismo deberá repetir en algunos años cuando termine su carrera universitaria y pase a engrosar las filas de la empresa de su padre hasta llegar a heredar su puesto. El restaurante es uno de los más caros de Buenos Aires. Allí la gente va a tener actitudes como la que tuvo su padre al devolver una botella de vino de más de mil quinientos pesos sólo porque al probarlo concluyó que había estado demasiado estacionado, que no era el sabor indicado para acompañar los platos por venir. Odiaba a su padre y su padre lo odiaba a él. No había sido siempre así y, aunque tampoco se habían querido realmente, lo que nunca habían hecho era manifestarse su desagrado mutuo. Fue en su cumpleaños de dieciocho cuando sucedió por primera vez. En medio de una discusión con su padre dejó entrever algo que venía ocultando: era mucho más inteligente que él y mucho menos ambicioso. Su padre se sintió doblemente vulnerado y respondió a esa situación con un golpe. Le pegó con el puño cerrado en la cara. Fue una trompada hecha y derecha y con tanta furia que tumbó a Agustín. Cuando Agustín se levantó, agarrándose la cara sonrió a su padre y se fue. Cuando su madre vió la hinchazón en el rostro de su hijo, no dijo nada. También odiaba a su madre. La consideraba la ausencia de ser, la nada misma, alguien absorbido por su propia comodidad y bienestar, capaz de sacrificar hasta su último gramo de dignidad con tal de no perder un ápice de lujo. Comandada por el cavernario de su marido, podría perdonar hasta lo más horrible con tal de no perder su viaje anual de shopping a París. Agustín agradecía no tener hermanos porque eso hubiese significado sostener otro frente de batalla.
Fue su madre quien lo trajo de vuelta de sus recuerdos. Pásame la sal, querido, le dijo, a lo que él atinó a responder empujando el salero con el dedo índice en su dirección. "Pásame", que hija de mil putas. La mujer del amigo de su padre miró el gesto de Agustín para con su madre con desagrado y se lo hizo saber con uno de esos gestos que tanto odiaba, uno sutil. Todo es sutileza en este ambiente, con este status, pensó. No existen ni la familia, ni la amistad, ni siquiera el odio. Todo se presume pero no se manifiesta, se oculta tras capas y capas de hipocresía. En ese ambiente creció y se desarrolló, pero de ninguna forma iba a morir en medio de eso. Se paró, se disculpó con los presentes por su retirada argumentando que iba a ser breve porque iba tomar un poco de aire. Una vez afuera comenzó a caminar. Nunca se detuvo para volver. Caminó por la ciudad hasta perderse. Entró en el bar de un barrio en el que nunca se imaginó que iba a estar, de esos que su entorno consideraba el habitat del derrotado. Un lugar enorme con mesas dispersas sin ningún tipo de diagrama, sucio, con una neblina constante de humo de cigarrillo. Había un puñado de sujetos dispersos por todo el lugar, todos hombres, solos y en silencio, encorvados sobre su trago, con los hombros vencidos como si un gran peso invisible se posara sobre ellos. Se dirigió hacia la barra, se acomodó en un taburete y pidió una cerveza y luego otra. Llevaba dos horas allí y nadie había dicho una palabra más que las necesarias para que el vaso que cada uno tenía delante se rellene. Cuando levantó la vista de su trago vio su reflejo en el espejo detrás de la barra. Las botellas cubrían gran parte del mismo, aunque no lo suficiente como para que Agustín se diera cuenta que su postura era la misma de quienes lo rodeaban, también su expresión. Lejos de sorpenderse, bajó nuevamente la mirada a su trago, convencido de que no existían el perdón ni la redención porque habíamos estado buscando a Dios en el lugar equivocado.


Cuarta parte

Entonces, ¿cuál es el chiste?

Guarda lo hecho en un nuevo archivo titulado "Sin título 2". Ya sin ventilador, el aire comienza a enrarecerse por el encierro, húmedo y denso, por lo que estira la mano y con los dedos en forma de tijera simula cortarlo. Uno de los libros que cayeron de la biblioteca por el golpe reza en su tapa "Historia del Peronismo". Tomás lo agarra y comienza a leer mientras pasa las hojas arbitrariamente. Comienza a relajarse hasta que se topa con una frase del General: "la única verdad es la realidad". No entiende bien por qué, pero esa frase lo desencaja. Toma una lapicera del escritorio y la tacha. Debajo escribe "la verdad depende del punto de vista que cada uno tiene de la realidad, ególatra de mierda". Cierra el libro y lo vuelve a poner en el lugar en el que se encontraba antes de caer.

De los días pasados sólo quedan buenos recuerdos, en su mayoría, y alguna experiencia vergonzosa que vuelve a atormentarme cuando no puedo dormir. Una infancia feliz, una adolescencia un tanto confusa y, al final, una adultez opaca. Aunque criado por padres amorosos, ellos nunca pudieron trascender el "deber ser" y vulneraron mi personalidad mediante una educación estricta que, lejos de servir a un fin concreto, sólo agrietó las bases sobre las cuales se construiría mi sensibilidad. No puedo precisar con exactitud qué fue lo que se filtró por esas grietas, lo que sí recuerdo es el momento de quiebre. Tal vez fue demasiado temprano para poder comprender la magnitud del sentimiento. Fue a los veintitrés años cuando perdí la esperanza por primera vez. En ese momento logré auto convencerme de que con el mero paso del tiempo la experiencia remediaría los males que la razón no podía. Entonces, a modo de inversión, el tiempo se volvió la divisa de cambio para la experiencia. La veintena de mi vida dedicada a la búsqueda de ese más allá de lo que mi realidad circundante ofrecía como presente y futuro. La batalla fue larga y cruenta, construir y destruir una y otra vez. Y lo intenté, que quede en claro. Abracé la libertad y me embebí de radicalidad. Deprimente fue ver que, en realidad, no era más que una variación ordinaria de las conductas y actitudes a las cuales me oponía. El molde estaba ahí, más barato, menos pensado, pero molde al fin, la estúpida idea de que la rebeldía es algo único y no un esquema prefabricado por quienes sostienen la sartén por el mango. Así que me fui al otro lado. Entonces reprimí y me auto reprimí y negué lo anteriormente vivido. No duré mucho; ese sí que era el lado asqueroso de la vida. Desesperado, mis pensamientos comenzaron a volverse tautológicos y el accionar consecuente a tales pensamientos una epidemia de errores condenados a ser repetidos al infinito.
Lentamente se acercaron los días decisivos, los que al inicio del camino había establecido como el supuesto fin de la lucha. No contaba con que esos días serían días sin Dios ni amo y, en algún retorcido y sarcástico juego del destino, también serían días sin sentido del humor, donde se debería transitar en puntas de pie para no pisar la inflada idiosincrasia ajena, las luchas se darían en la forma y no el fondo, y la ideología sería un mero copy-paste.
Fue así que un día me desperté y no pude tolerar la decepción de mi pasado, la llanura de mi presente y la incertidumbre con la que se presentaba el futuro. Es en ese punto en el que los caminos se bifurcan antes de llegar a abrazar el suicidio como única alternativa. Uno de ellos requiere que, amargado y resentido, sin esperanza ni voluntad, levante los puños contra la existencia misma y transite lo restante del camino con la hostilidad más absoluta. El otro camino implica la total sumisión, aceptar que uno, tal vez, no sea tan especial como creyó ser ni como le dijeron que lo era. Comenzar a trepar el escalafón de la vida, cubriendo, hipócritamente, mi complejo de inferioridad e inseguridad con cierta distancia respecto a todo y a todos. Entonces, una vez muerto y dejando tras de mí un camino de desolación y algunos herederos que perpetuarán lo peor de mi obra, obtendré la tan anhelada paz.
Soy el guacho pistola, el macho alfa de los eunucos, el campeón de las boludas, rey de los idiotas. Brilla en mi repisa el trofeo al primer puesto de intrascendentes de la existencia. Sostengo la arena del destino entre mis manos. El talento, la inteligencia, la capacidad, todo lo desperdiciado por perseguirme la cola como un perro neurótico será el alimento de mis pesadillas hasta el fin de mis días. Agacho la cabeza y debo aceptar que mi falta de coraje me llevó a dar el primer paso por el camino del conformismo, transformándome en un pequeño burgués que pelea contra enemigos invisibles, cómodo, satisfecho, con un puñado de falsas certezas y la convicción de que lo correcto es mi verdad.  Ese es el chiste.