Azafata chilena

Te vi por primera vez en los pasillos del aeropuerto. Vos, hermosa entre tus compañeras. Yo, sin dormir, mirando licores a precio dólar que jamás voy a poder comprar.
Estaba lejos, pero de todas formas pude adivinar tu sonrisa. Fuiste un sueño y, como ellos, te dejé ir. Seguí haciendo tiempo y más tiempo entre los perfumes a precio dólar que jamás voy a poder comprar. Nunca oleré a éxito, lo sé.
Al momento de abordar mi vuelo, lo hice desesperanzado, sabiendo que cosas buenas como vos no le suceden a cagaleches como yo. Grande fue mi sorpresa cuando, caminando por el pasillo en búsqueda de mi lugar, te vi.
Puedo decir que me agrada el acento chileno y que todo bien con lo de las Malvinas. Quiero escuchar ese acento todas las mañanas de mi vida, el acento que penetra la sonrisa con la cual me escoltaste hasta mi asiento. Quiero que me cuentes sobre las normas de seguridad. Si el avión se cae, yo te doy mi salvavidas.
Mi adorada azafata chilena, protege mis oídos del niño que llora sin cesar, sírveme dulce jugo en vez de amargo café y, por favor, pide que bajen un toque el aire acondicionado.
No todo son rosas, mi hermosa azafata chilena, pues los años pasan y los culos caen. Pero esas piernas son la aristocracia. Demuestran que la naturaleza inclinó la balanza hacia tu lado, quitándole a las demás mujeres para dártelo a vos, todo a vos. Me hacen viajar al pasado, a una época donde los hombres utilizaban piernas así para deleite personal y como boleto de entrada al prestigio.
Ya no hacemos eso. Estamos más ubicados, pero también más confundidos. Por eso, en nombre mío y de todas las generaciones pasadas, quiero pedirte disculpas para así poder soñar con esas piernas y esa voz.
Voy a pasar mis días esperándote entre los cartones de puchos a precio dólar, de esos que no puedo comprar, tampoco puedo fumar, pero seguro que, con un poco de astucia y velocidad, alguno me puedo robar.

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