No
sabe que cuento con una ventaja: no me importa. ¿Quiero ponerla? Claro que sí.
¿En este mismo momento, si es posible? Pues, claro, nada más lindo. ¿Me importa
si no la pongo? Para nada. La puedo poner mañana, pasado mañana o el mes que
viene. No me importa. Soy un camello en el desierto sexual y me encanta.
Luce
descolocada, no sabe cómo manejar la situación. Intenta meter distancia para
recuperar su posición inicial. No hay chances, muñeca. Me comí todas las piezas
y la Reina ha quedado sola en el tablero.
Me regodeo
en mi victoria. Si me planto acá, la pongo. Pero no, debo llevar esta victoria
hasta la cima, aún en mi perjuicio. Pero, ¿cuál es el punto en el que gano o en
el que me jodo? La delgada línea nunca antes tan delgada.
Bostezo
largo. Me estiro. Me estiro demasiado, largo a largo. Bueno, es hora de retirarse. Ella no
entiende cómo alguien como yo se va, dejando a alguien como ella de garpe. El
ego desmedido que genera la belleza se come a sí mismo hasta que no queda nada.
Beso en la mejilla mediante, nos despedimos. No hay promesas de volvernos a ver.
Llego a mi
casa y voy derecho a la computadora a buscar porno. Me hago una. Quedo tirado,
adormilado, con la pija en la mano, la acabada en la panza y el cerebro
despejado. Ahora veo con claridad el campo de batalla y todos los cadáveres son
de mi bando. Me doy cuenta que la victoria moral no sirve para nada. Mejor
arrastrar la dignidad de vez en vez porque la moral y el respeto por uno mismo
sólo generan anécdotas aburridas.
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