Las comas en Schopenhauer

No sabe que cuento con una ventaja: no me importa. ¿Quiero ponerla? Claro que sí. ¿En este mismo momento, si es posible? Pues, claro, nada más lindo. ¿Me importa si no la pongo? Para nada. La puedo poner mañana, pasado mañana o el mes que viene. No me importa. Soy un camello en el desierto sexual y me encanta.
Luce descolocada, no sabe cómo manejar la situación. Intenta meter distancia para recuperar su posición inicial. No hay chances, muñeca. Me comí todas las piezas y la Reina ha quedado sola en el tablero.
Me regodeo en mi victoria. Si me planto acá, la pongo. Pero no, debo llevar esta victoria hasta la cima, aún en mi perjuicio. Pero, ¿cuál es el punto en el que gano o en el que me jodo? La delgada línea nunca antes tan delgada.
Bostezo largo. Me estiro. Me estiro demasiado, largo a largo. Bueno, es hora de retirarse. Ella no entiende cómo alguien como yo se va, dejando a alguien como ella de garpe. El ego desmedido que genera la belleza se come a sí mismo hasta que no queda nada. Beso en la mejilla mediante, nos despedimos. No hay promesas de volvernos a ver.

Llego a mi casa y voy derecho a la computadora a buscar porno. Me hago una. Quedo tirado, adormilado, con la pija en la mano, la acabada en la panza y el cerebro despejado. Ahora veo con claridad el campo de batalla y todos los cadáveres son de mi bando. Me doy cuenta que la victoria moral no sirve para nada. Mejor arrastrar la dignidad de vez en vez porque la moral y el respeto por uno mismo sólo generan anécdotas aburridas.

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